viernes, 16 de abril de 2010

El pregonero


Como siempre, cada día nada más llegar a casa a la hora de comer, después de una apestosa mañana en la granja, Emi, mi avispada y mujer, ya había requetemirado el correo, con sus facturas, ofertas, propagandas, pedidos y catálogos de compras en las múltiples teletiendas que yo milagrosamente entresacaba de mis sueños nocturnos, cuando en plena roncada a pie de televisión y a horas intempestivas, aparece un musculitos plastificado aplastando una y otra vez un muelle con sus brazos y me recomienda la compra de aparatos de tortura donde se comprimen estómagos y muslos con pago visa, a la vez que se alargan brazos y piernas a contrareembolso, y, ya de paso, patrocina mi siguiente ensoñación con una sonrisa congelada y frívola. Sus productos en oferta llegaron a la semana después de nuestro matrimonio, en el mismo envío que el libro de familia.

- ¡Tienes correo del señor alcalde! -me exclamó nada más verme.

- ¿Cómo así?, ¿me han urbanizado la finca de Matasoto?

- ¡Qué va!, ¡qué va! Eso lo dejarán para la próxima legislatura; no ves que estamos en periodo de elecciones.

- ¿Pues qué quiere?, patrocinio en alguna carrera popular o unos cartones de huevos extra para algún chupoptero.

- ¡Quiere que seas el pregonero de las próximas fiestas de San Roque!

- ¡Coooño! -Exclamé inicialmente sorprendido y contrariado mientras me daba paso un cierto acojone por la magnitud de la propuesta. -Y... ¿por qué a mí? -Acerté a preguntar excitado.

- Según pone... "como ejemplo de serrano hecho a sí mismo, por el meritorio impulso a la explotación industrial avícola y la valiosa contribución en el tejido industrial de la comarca. Lo que denota valores humanos de superación, de trabajo e inquietud, rasgos tan característicos del serranomatiego".

- ¡Tela marinera! Ni mi madre, que me tenía en tal alta estima, lo hubiera dicho mejor; pobrecita ella, que no está aquí para ver esto. ¿Estás segura que es para mí?, ¿pone bien la dirección?

- Que sí Antonio, que está todo bien mirado y remirado, yo no sé si después te querrá proponer para concejal, ¿o qué?

- No seas tonta. La única vez que hice algo por el pueblo fue la chocolatada de madrugada en Santa Cecilia, cuando era mozo, y se me quemó completamente por estar más pendiente de dar moscatel a las muchachas del baile que de dar vueltas al caldo. Estaba apestoso y los mozos se tuvieron que conformar, puesto que yo salí por piernas, con apagar sus iras, y con ellas la chinada, tirando el brebaje al ascua. Fue el único año que se apagó la chinada antes de tiempo.

Esa noche la pasé en vela. Mientras mi mujer se retozaba en sus pausados ronquidos yo intentaba recolocar ideas y asimilar mi nueva condición de futuro pregonero. No me encajaban las cosas, asique busqué de nuevo sosiego en mis chicos macizos de la teletienda. Hoy no quería su presencia onírica patrocinando mis sueños, el sueño se había hecho realidad y eso me acojonaba. Hoy les quería vivitos y coleando, en acción, dispuestos a aguantar un chaparrón de livianas mentiras verdaderas, aderecedas con miedos y absurdos: los principales ingredientes de mis reflexiones. Sabía que con ellos podría contar, podría desvelarles mis más ocultos secretos, que ellos seguirían impasibles, sin rechistar y contradecirme, untándose cremas antioxidantes y comprimiendo artilugios estrafalarios.

- Yo no soy más que un hombre vulgar y burdo. -Les comentaba. No acabé el graduado escolar porque me sentía un burro en clase, de hecho lo era. Don David me ponía el primero en la fila a principio de cada trimestre porque sabía que mi progresión sólo tenía una dirección: el final de la cola a golpe doble de borrador, tac-tac; de allí no saldría por ser mi medio natural; allí me sentía el renacuajo refugiado en su charco teniendo al lado el río. No sé hablar en público, la única vez que lo hice fue en clase de doña Lali. Tenía que recitar una breve poesía de memorieta delante de la clase alabando a la Virgen María por Mayo y las flores. Hacía mucho calor y estaba nervioso, muy nervioso, y completamente sudado. Las primeras estrofas estuvieron torpemente declamadas, con titubeos, gallitos y trabas, la respiración se me entrecortaba y me provocaba vahidos. Pero en el siguiente párrafo todo cambió. Noté un gran sosiego, entone con valentía y seguridad, un alivio me recorrió todo el cuerpo -me estoy quitando de encima mi complejo de hablar en público, soy un machote- me dije gratamente, cuando un estrepitoso chillido fulminó mis pensamientos y con ellos mi declamación -¡Antooonio!, ¡qué estás haciendo!, Dios mío, cómo se puede...- gritaba la maestra acompasada por un carcajeo y vocerío generalizado de mis compañeros de clase. La tercera y última estrofa la recité para mis adentros mientras iba a por una fregona y limpiaba avergonzado el charco de meada que estrepitosamente se había deslizado por mis perneras goteando las baldosas de clase. Estuve todo el año meándome en la cama rememorando el ridículo pasado, a cambio, doña Lali no me sacó nunca más al encerado. Tampoco desde entonces he vuelto a hablar en público..., ¿Qué será de mí en el pregón? Delante de todo el pueblo expectante, de mi familia, rodeado de autoridades trajeadas..., -me tocaba y miraba la entrepierna por si el simple hecho de pensarlo me provocará la secreción. Los chicos encerados me miraban con comprensión mientras me asesoraban que llamará al 906400320 para cualquier tipo de consulta.

- Al terminar la escuela, mejor dicho, al sacarme mi padre de la escuela, me dediqué al cuidado de las de mi condición: las gallinas. Tenía diariamente que dar de comer y limpiar los excrementos de unas 300 gallinas que criábamos, junto a cerdos y conejos. Aquel trabajo familiar era mi vida, me mantenía ocupado toda la semana salvo los domingos que quedaba con los amigotes para echar la partida y tomar unos tragos donde Marquina o El Uruguay. Todo ello antes de ir al baile del salón municipal donde, ya envalentonado por los licores, atosigaba a las chicas con piropos y miradas lascivas, eso sí, ahí quedaba la cosa; el poquito de rubor se me quedaba en la incapacidad de sacarlas a bailar. Lo que no quitaba para morirme de envidia cuando veía una buena moza bien arrimada por el tesón del brazo de un amigo. -En esos momentos una rubia de grandes pechos me ofrece una faja constrictora, capaz de asfixiar la grasa más sebosa adosada a una barriga agradecida, como los pegotes de adobe en la pared vieja de una casona. El uso tiene que ser diario.

- Con la producción y venta de huevos obteníamos lo suficiente en aquella época para tirar adelante, hasta que llegó el descubrimiento. Tenía por aquel entonces un gato llamado Peluso, aunque no estaba enfermo, siempre arrastraba un aspecto de moribundo, escuálido, cabizbajo y cansino. Su pisada era tan ligera que no era capaz de dejar huella ni en el barro, eso sí, dejaba un rastro de pelo inimitable. Siempre estaba perdiendo y cambiando de pelo. Le crié conmigo asique a veces me acompañaba hasta el gallinero, pero él, prudentemente, se quedaba en la puerta observando mi trabajo, atemorizado por las tandas de picotazos que una y otra vez salían de las jaulas y golpeaban en los comederos con avidez. El pobre Peluso tenía miedo hasta de las gallinas. Una noche le eché en falta. Acostumbraba a salir a la calle del barrio, pero en horas de sol, era casi medianoche y no le tenía arrullando encima de mi cama. Era extraño, tal vez había preferido el cojín al placer de los últimos calores de la cocina. - Fueron mis últimos pensamientos antes de caer dormido. A la mañana siguiente fui como era costumbre a recoger los huevos depositados en los ponederos. Nunca superaban los dos calderos pero aquella vez, para mi sorpresa, llené hasta tres y medio. No entendía el por qué de esta superproducción ya que habían comido el mismo pienso y bebido el misma agua en todos estos últimos años. De pronto, apareció de detrás de un saco Peluso, con su habitual aspecto desgarbado, el hombre se había quedado encerrado en el gallinero toda la noche y por su ojos cansinos había pasado una noche toledana. Los días siguientes fueron normales, con producciones que no superaban los dos calderos previsibles. Durante un tiempo no hacía más que dar vueltas al asunto, no encontraba razón a aquella anomalía, hasta que caí en el gato. Decidí, contra su voluntad y mi sentimiento de pena, encerrarle de nuevo entre cacareos y plumas. La respuesta fue contundente: casi cuatro calderos. Por una extraña razón, la presencia de un animal felino provocaba en las gallinas un desarreglo en su metabolismo, fruto, tal vez, del miedo o la excitación, activando la producción de huevos hasta en las gallinas más viejas. Me convertí de la noche a la mañana en el principal productor de huevos de la comarca. Amplié la granja y comencé a exportar a Burgos. Mi único problema era reemplazar a Peluso, el hombre ya era viejo y las gallinas comenzaron a bajar la producción pues se estaban acostumbrando a su presencia con lo que ya no sentían esa excitación. El asunto se solucionó comprando los gatos más dóciles y miedosos de la comarca. Los fieros y bravos me hubieran aniquilado las gallinas. Aquel secreto nunca ha sido desvelado, ni por mis ignorantes empleados. Soy yo el que me encargo a última hora de la noche de soltar los michinos y quitarlos al alba. Una vez, estando enfermo, me quedé dormido y los currelas me mataron a los tres que tenía pasando la noche en las naves, pensando que habían entrado a matar las gallinas. Y supongo que, en definitiva, este es mi meritorio impulso a la explotación industrial avícola, como bien dice el alcalde: el dejar encerrados a Peluso y sus congéneres con las gallinas, ¡qué gilipollez! -Por primera vez en la noche sonreía, contagiandome de la cínica sonrisa de un guaperas que se contoneaba llevando un calzoncillo almidonado que ensalza el paquete en los vaqueros.

Por fin llegó el día señalado, el 14 de agosto. Mi primo Gustavo, el abogado, estuvo revisando el discurso el día anterior. El contenido le pareció el correcto: loas a la ciudad, loas a la historia, loas al carácter serranomatiego, loas y más loas. Ahora bien, estaba lleno de incorrecciones gramaticales, giros viciados y faltas ortográficas, que como yo le dije, no merecían la pena corregir, ya que nadie va a distinguir al güebo del huevo. Aún así, se puso pesado y tuvimos que rectificarlas. El día había salido feo, algo nublado. Eso era lo de menos, no tenía la más mínima intención de disfrutar del día, por lo menos, hasta que no leyera el discurso. Me puse mi mejor traje como un torero se pone la taleguilla, en la soledad de su responsabilidad, enfrentándose a sí mismo en el espejo, mientras subalternos y apoderados le comentan los preámbulos del festejo. A las 12.45h ya estaba en el Ayuntamiento, rodeado de concejales e invitados al acto. Salimos al balcón principal de la fachada engalanado con la bandera nacional, yo en su centro, rodeado del alcalde y el cohete con el que estallaría el chupinazo. Y eso es lo que me ocurrió, un chupinazo de nerviosismo de sólo pensar que podía hacermelo encima de la insignia nacional. Me convertiría en un apátrida, expulsado de mi país, ¡qué otro me daría asilo?..., alguno que no tuviera bandera, supongo. Para el alcalde, este malestar no pasó desapercibido.

- Tranquilo hombre, no te preocupes que no te van a escuchar. Las peñas son incapaces de quedarse en silencio. -Me comentó, intentando transmitirme calma acompañándome con una comprensiva mirada.

Pero su intento cayó en saco roto, los miedos y fantasmas de la niñez aparecieron como por sortilegio al ver la expectación de una plaza abarrotada de griterío y algarabía, el mismo ambiente que reinaba en clase de doña Lali. Estaba literalmente acojonado. Mi último recurso fue quitar hierro al asunto. -¡Qué sea lo que Dios quiera!- me dije a mí mismo mientras el señor alcalde arrancaba con unas palabras de bienvenida y presentación. Y comencé mi pregón. Notaba que la voz se me iba por momentos. Un empleado atento me acercó un poco más el micrófono, justo lo que no quería, que se me oyera. Me prometí a mi mismo no parar, ni mirar al público, hasta terminar la oratoria y así lo hice. El temblor de mi muñeca me impedía leer correctamente el discurso, por lo que a veces tenía que adivinar las palabras, sin reparar en su posible incongruencia. El corazón me bombeaba oxígeno puro y con la respiración acelerada no era capaz de terminar las esdrújulas, rompiéndolas como si de un dictado se tratara. ¿Hasta cuando podría aguantar este tormento? Hasta que llegó... Iba a comenzar el párrafo, a mitad de discurso, en el que hacía hincapié en cómo esta ciudad cría hijos con gallardía y coraje, que saben sobreponerse a la adversidad y en vez de desmoronarse afrontan exitosos los contratiempos; un legado que la ciudad hacía a su súbditos a cambio de fidelidad y corazón... En ese párrafo llegó el alivio. A pesar de no haberlo sentido desde hace muchos, muchos años, no lo había olvidado. Mi pulso, mi ritmo cardiaco, mi respiración, se desvanecían en un mar de placidez. Era una auténtica delicia. Comenzaba a entonar agudas, llanas y esdrújulas enfatizando el acento, me tomaba mis tiempos en comas y puntos, improvisaba en exclamaciones, remarcaba las interrogaciones. Una auténtica delicia de discurso. Hasta que mis sentidos detectan la humedad que ya me invade todo el cuerpo y mi mente me alerta: ¡te estás meando!

Permanecí fiel a mi promesa y proseguí con el discurso, a pesar de que un estallido de voces emergían de la plaza. Justo ahora, ya no se me oía, notaba a la muchedumbre agitada, escandalizada por el acto. Alrededor mío noté también el movimiento, con gente que abandonaba el balcón, el señor alcalde, en un acto que le alaba, tan sólo se separó un trecho de mí, quizás para evitar el salpicado. No me dejo sólo.

Por fin terminé el pregón con un viva Salas, que extrañamente, fue correspondido con un viva enérgico y contundente. El funcionario municipal me acercó la mecha con la que prendí el cohete del chupinazo. Antes de estallar el bum de las fiestas, viendo como se elevaba el explosivo, un aluvión de gotas enjuagó mi cara. Miré al señor alcalde, miré a la muchedumbre. Todos estaban completamente empapados del chaparrón de agua que estaba cayendo.

El señor alcalde me felicitó por mi discurso sencillo y sentido, y nos bajamos a probar el zurracapote de las peñas.
 

minkowski
 
 

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