viernes, 26 de marzo de 2010

La undécima puerta

Me levanté de la cama con una idea en la cabeza: se me presentaba una mañana chunga. Uno ya sé conoce, sabe cuando está entonado como buena orquesta sinfónica, y cuando va fuera de revoluciones en un engranaje con rotura de cadena. Había dormido mal, y aunque no suelo descansar más de seis horas y mi cuerpo, por tanto, está así domesticado, esta noche no había dormido ni cuatro. Lo pagaría caro a mediodía. Sólo quedaba, un buen chute de gramo de paracematol sin desayunar y una riada de cafés a lo largo de la mañana, para afrontar la jornada.

Me presenté al trabajo quince minutos antes de la hora. Nunca lo suelo hacer, pero hoy es un día de los que marcan, estos que hacen que tu biografía tenga puntos de inflexión cuya nueva pendiente de la gráfica vital se mueva significativamente, que incluso, hasta cambie de signo. Con cierto alivio, me encontré que Pepe, mi compañero de trabajo, que ya estaba esperando para hacerme las gestiones oportunas y, lo más importante, acompañarme emocionalmente al encuentro de mi nueva tarea como profesor en la cárcel. Sabe lo que tiene entre manos, me sugiere.

- Buenos días. Has sido muy puntual. Me comenta afablemente.

- Buenas. El primer día hay que causar buena impresión. Contesto.

1ª puerta: una garita de no más de dos metros cuadrados, recubierta por unos ventanales opacos y atiborrados de impactos llovidos de no se sabe bien donde, más propio de un tiroteo cruzado o de pedradas en una algarabía popular. El primer umbral que hay que cruzar.

Pepe mira al cristal que devuelve su rostro y hace un gesto elevando las cejas. Una pequeña puerta de rejas blindada, comienza a abrirse casi imperceptiblemente. Este debe ser el ritmo al que se mueven las cosas en la trena. Sale de la puerta una joven guardia civil que se queda con mi cara.

- Este es un profesor de la escuela. La comenta mientras me mira haciendo un gesto con la mano como si fuera un árbitro sacando una tarjeta amarilla. Es la consigna del carnet. Saco el documento y al dárselo, tan sólo contrasta rostros.

- Cambian casi todos los días y cada vez vienen más jóvenes. Hasta yo, tengo que enseñarles el carnet de identidad, que llevo más años que la pana. Me comenta, mientras vamos acercándonos a la entrada principal.

2ª puerta: paso de doble hoja enorme, enmarcada en un frontal cuadrático de piedra y soportal. La clásica puerta de penal donde los gobernadores se hacían fotos con las capturas de los forajidos y pendencieros más populares en la época del esparto y la boina. Tiene un pasillo interior, adoquinado en piedra tan desgastada como una calzada romana. En un lateral, una gran ventana corredera nos saluda con su movimiento.

- Este es uno de los nuevos. Le comenta Pepe al celador.

- Pues nada, a empezar con buen pie. ¿Te llamas..? Me pregunta.

Mientras le digo mi nombre completo, que rápidamente coteja en una lista dentro de una carpeta roída por el tiempo detenido, más propia de un registro de santuarios y cementerios. Pepe me comenta que tengo que enseñarle de nuevo el carnet y dejar el teléfono móvil a su recaudo. Sigo su indicaciones. El celador sale del despacho y me indica que le acompañe a otra habitación anexa.
- Quítese llaves u objetos metálicos y pase por el arco. Me indica.

Me saco mi llaves y paso por el detector de metales. No detecta nada. Me pregunto qué será de los tornillos de platino que me colocaron en el ligamento de la pierna derecha, años atrás.

De pronto, un brusco sonido metálico me hace girar a un lado.

3ª Puerta: portón blindado y completamente ciego, salvo una estrecha y larga ventanilla abierta y enrejada. Una de sus hojas comienza a abrirse. Entramos en territorio de nadie o zona franca. Territorio que divide y que no controla nadie, salvo el dominador. Nos encontramos con un patio desangelado y vigilado por garitas apoyadas como nidos de cigüeña en enormes muros alambrados al estilo barricada de la segunda guerra mundial, haciendo espiral y bucle. En sus esquinas se amontonan, máquinas, pales, electrodomésticos, cajas,..., desechos de la actividad penitenciaria.

Pepe me habla de los grupos de alumnos que voy a tener, de lo que hicieron los veteranos en el curso pasado y del aire que traen los nuevos, de la nueva fotocopiadora, de esto y de aquello. Le escucho, pero mis reflejos están en alerta y, por tanto, más pendientes de todo lo que se presenta y se menea. Él, ahora mismo, hace de sedante, y de referencia en caso de pánico. Llama por un pulsador escondido en un esquinazo de pared.

4ª Puerta: exactamente igual al portón anterior. Entramos en un largo pasillo falto de luz y aire limpio. Tiene un olor cargado de aromas biológicos. No lo había sentido nunca, podría parecerse al de un hospital, un geriátrico o una cocina de residencia, pero no, tiene un componente metálico añadido, huele a hierro acerado. Supongo que es el olor de la culpa y la condena.

5ª Puerta: portón corredero de rejas con doble hoja. Permanece abierto, esperando una alarma que la movilice y aborte la escapatoria o motín.

6ª Puerta: portón corredero de finas rejas, de una sola hoja y cerrada. La tan filmada de las clásicas películas carcelarias como Cadena Perpetua, La milla verde o La fuga de Alcatraz. El celador nos avista y pulsa el botón de apertura. Su movimiento torpe y abarrancado chirria, dejando un sonido férreo y bronco en el aire.

7ª Puerta: portón de rejas a escasos dos metros de la anterior. Se oye un clic y Pepe agarra un barrote, perceptible por su textura fina y tono sedoso característico del uso diario y continuo. Tirando, se abre una hoja camuflada en su mitad.

Entramos en lo que se llama “el rastrillo”. Me comenta Pepe. Todo el que intenta escapar deja rastro en sus pasillos o en sus multicámaras, que adornan la dependencia ciega de un celador. Un único flexo por luminaria arroja radiación visible a una novela a medio leer que tiene en su mesa. Nos mira a través de un enorme ventanal con cara de estar en otra parte, en el escenario impreso de la página. Sin levantarse de la silla, haciendo un ejercicio más propio de contorsionista, la celadora, encorva su espalda suspendiendo su cuerpo en ingravidez y alarga, y alarga su brazo, a un ritmo que la manga del uniforme no puede seguir. Hasta que coge el mango de la puerta y abre.

- Un nuevo profesor. Le comenta Pepe. Le dejo mi carnet en calidad de préstamo. Me quedo sin identidad en el penal. No es lugar de personas únicas y diferenciadas, aquí sólo hay sitio para dos clanes, libres y condenados. Y todos inocentes.

8ª Puerta: portón de rejas corredero, igual a la 5º y 6º puerta. Su movimiento torpe y abarrancado chirria, dejando un sonido férreo y bronco en el aire. Entramos en un largo pasillo, muy iluminado y lleno de actividad. Funcionarios con uniforme y sin él, inmersos en sus pensamientos, circulan ávidamente en busca de sus tareas laborales. Saludamos a algunos de ellos. Hay estancias por ambos lados que no me da tiempo a reconocer su función.

9ª Puerta: portón corredero de rejas con doble hoja. Permanece abierto, esperando una alarma que la movilice y aborte la escapatoria o motín. Nos acercamos a la galería central, una gran planta octogonal excesivamente iluminada que da acceso, en sus lados, a las distintas galerías. En el centro, una garita, también octogonal y acristalada por todos sus lados, contiene a un grupo de funcionarios. Muchos de ellos permanecen de pie ya que están encajados por el corto espacio y mantienen una charla entretenida que no puedo comprender. Ponen la misma cara que mis amigos cuando hablamos de la quiniela. Pepe les hace un ademán.

10ª Puerta: portón de rejas gruesas. Se oye un clic y Pepe agarra un barrote, perceptible por su textura fina y tono sedoso característico del uso diario y continuo. Tirando, se abre una hoja camuflada en su mitad. Entramos en un ancho pasillo octogonal que da acceso, en sus ocho lados, a las diferentes galerías inaccesibles por portones de rejas. Como loros enjaulados, grupos de presos se apoyan en los barrotes, manteniendo conversaciones a viva voz. La escena es más propia de vecinas que charlan en el patio interior, mientras cuelgan la ropa.

11ª Puerta: portón corredero de rejas. Es el tercero que nos encontramos en el recorrido. Su movimiento torpe y abarrancado chirria, dejando un sonido férreo y bronco en el aire. En su interior grupos de presos charlan y fuman relajadamente. Interrumpen sus conversaciones al cercionarse de nuestra llegada.

Buenos días, este es el nuevo profesor de ciencias. Les dice Pepe. Poco a poco, con la cadencia del respeto, se me van acercando, saludándome con un rostro amable y un apretón de manos. Sus miradas resultan sinceras. Me tratan de usted y se presentan con sus apellidos. Tradición penitenciaria. Les pregunto por su nombre, no estoy acostumbrado a recordar otra cosa. Algunos se arrancan a hacerme comentarios propios del alumnado, unos les gusta las ciencias, otros lo que odian es tener mucha tarea, memorizar palabras difíciles,... La clase ha empezado.


A mis alumnos y compañeros del penal, los que dan sentido a todo.
Minkowski

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